CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE
CARTA A LOS OBISPOS DE LA IGLESIA
CATÓLICA
SOBRE ALGUNOS ASPECTOS DE LA MEDITACIÓN CRISTIANA*
(15 de octubre de 1989)
ÍNDICE
I. Introducción
II. La oración cristiana a la luz de la revelación III. Modos erróneos de hacer oración IV. El camino cristiano de la unión con Dios V. Cuestiones de método VI. Métodos psicofísicos-corpóreos VII. «Yo soy el camino»
I. Introducción
1. El
deseo de aprender a rezar de modo auténtico y profundo está vivo en muchos
cristianos de nuestro tiempo, a pesar de las no pocas dificultades que la
cultura moderna pone a las conocidas exigencias de silencio, recogimiento y
oración. El interés que han suscitado en estos años diversas formas de
meditación ligadas a algunas religiones orientales y a sus peculiares modos
de oración, aun entre los cristianos, es un signo no pequeño de esta
necesidad de recogimiento espiritual y de profundo contacto con el misterio
divino. Sin embargo, frente a este fenómeno, también se siente en muchos
sitios la necesidad de unos criterios seguros de carácter doctrinal y
pastoral, que permitan educar en la oración, en cualquiera de sus
manifestaciones, permaneciendo en la luz de la verdad, revelada en Jesús, que
nos llega a través de la genuina tradición de la Iglesia.
La
presente Carta intenta responder a esta necesidad, para que la pluralidad de
formas de oración, algunas de ellas nuevas, nunca haga perder de vista su
precisa naturaleza, personal y comunitaria, en las diversas Iglesias
particulares. Estas indicaciones se dirigen en primer lugar a los obispos, a
fin de que las hagan objeto de su solicitud pastoral en las Iglesias que les
han sido confiadas y, de esta manera, se convoque a todo el pueblo de Dios
—sacerdotes, religiosos y laicos— para que, con renovado vigor, oren al Padre
mediante el Espíritu de Cristo nuestro Señor.
2. El
contacto siempre más frecuente con otras religiones y con sus diferentes
estilos y métodos de oración han llevado a que muchos fieles, en los últimos
decenios, se interroguen sobre el valor que pueden tener para los cristianos
formas de meditación no cristianas. La pregunta se refiere sobre todo a los
métodos orientales[1]. Actualmente algunos recurren a
tales métodos por motivos terapéuticos: la inquietud espiritual de una vida
sometida al ritmo sofocante de la sociedad tecnológicamente avanzada, impulsa
también a un cierto número de cristianos a buscar en ellos el camino de la
calma interior y del equilibrio psíquico. Este aspecto psicológico no será
considerado en la presente Carta, que más bien desea mostrar las
implicaciones teológicas y espirituales de la cuestión. Otros cristianos, en
la línea del movimiento de apertura e intercambio con religiones y culturas
diversas, piensan que su misma oración puede ganar mucho con esos métodos. Al
observar que no pocos métodos tradicionales de meditación, peculiares del
cristianismo, en tiempos recientes han caído en desuso, éstos se preguntan:
¿no se podría enriquecer nuestro patrimonio, a través de una nueva educación
en la oración, incorporando también elementos que hasta ahora eran extraños?
3. Para
responder a esta pregunta, es necesario ante todo considerar, aunque sea a
grandes rasgos, en qué consiste la naturaleza íntima de la oración cristiana,
para ver luego si y cómo puede ser enriquecida con métodos de meditación
nacidos en el contexto de religiones y culturas diversas. Para iniciar esta
consideración se debe formular, en primer lugar, una premisa imprescindible:
la oración cristiana está siempre determinada por la estructura de la fe
cristiana, en la que resplandece la verdad misma de Dios y de la criatura.
Por eso se configura, propiamente hablando, como un diálogo personal, íntimo
y profundo, entre el hombre y Dios. La oración cristiana expresa, pues, la
comunión de las criaturas redimidas con la vida íntima de las Personas
trinitarias. En esta comunión, que se funda en el bautismo y en la
eucaristía, fuente y culmen de la vida de Iglesia, se encuentra contenida una
actitud de conversión, un éxodo del yo del hombre hacia el Tú de Dios. La
oración cristiana es siempre auténticamente personal individual y al mismo
tiempo comunitaria; rehúye técnicas impersonales o centradas en el yo,
capaces de producir automatismos en los cuales, quien la realiza, queda
prisionero de un espiritualismo intimista, incapaz de una apertura libre al
Dios trascendente. En la Iglesia, la búsqueda legítima de nuevos métodos de
meditación deberá siempre tener presente que el encuentro de dos libertades,
la infinita de Dios con la finita del hombre, es esencial para una oración
auténticamente cristiana.
4. La
misma Biblia enseña cómo debe rezar el hombre que recibe la revelación
bíblica. En el Antiguo Testamento se encuentra una maravillosa colección de
oraciones, mantenida viva a lo largo de los siglos en la Iglesia de
Jesucristo, que se ha convertido en la base de la oración oficial: el Libro
de los Salmos o Salterio[2]. Oraciones del tipo de los Salmos
aparecen ya en textos más antiguos o resuenan en aquellos más recientes del
Antiguo Testamento[3]. Las oraciones del Libro de
los Salmos narran sobre todo las grandes obras de Dios con el pueblo
elegido. Israel medita, contempla y hace de nuevo presentes las maravillas de
Dios, recordándolas a través de la oración.
En la
revelación bíblica, Israel llega a reconocer y alabar a Dios presente en toda
la creación y en el destino de cada hombre. Le invoca, por ejemplo, como
auxiliador en el peligro y la enfermedad, en la persecución y en la
tribulación. Por último, siempre a la luz de sus obras salvíficas, le alaba
en su divino poder y bondad, en su justicia y misericordia, en su infinita
majestad.
5. En el
Nuevo Testamento, la fe reconoce en Jesucristo —gracias a sus palabras, a sus
obras, a su Pasión y Resurrección— la definitiva autorrevelación de Dios, la
Palabra encarnada que revela las profundidades más íntimas de su amor. El
Espíritu Santo hace penetrar en estas profundidades de Dios: enviado en el
corazón de los creyentes, «todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios»
(1 Cor 12). El Espíritu, según la promesa de Jesús a los discípulos,
explicará todo lo que Cristo no podía decirles todavía. Pero el Espíritu «no
hablará por su cuenta, … sino que me dará gloria, porque recibirá de lo mío y
os lo comunicará a vosotros» (Jn 16, 13 s.). Lo que Jesús llama aquí «suyo»
es, como explica a continuación, también de Dios Padre, porque «todo lo que
tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: Recibirá de lo mío y os lo
comunicará a vosotros» (Jn 16, 15).
Los
autores del Nuevo Testamento, con pleno conocimiento, han hablado siempre de
la revelación de Dios en Cristo dentro de una visión iluminada por el
Espíritu Santo. Los Evangelios sinópticos narran las obras y las palabras de
Jesucristo sobre la base de una comprensión más profunda, adquirida después
de la Pascua, de lo que los discípulos habían visto y oído; todo el evangelio
de Juan está iluminado por la contemplación de Aquel que, desde el principio,
es el Verbo de Dios hecho carne; el apóstol Pablo, al que el Señor Jesús se
apareció en el camino de Damasco en su majestad divina, intenta educar a los
fieles para que puedan «comprender con todos los santos cuál es la anchura y
la longitud, la altura y la profundidad (del Misterio de Cristo) y conocer el
amor de Cristo, que excede a todo conocimiento», para que se vayan llenando
«hasta la total Plenitud de Dios» (Ef 3, 18 s.); el Apóstol confiesa que el
«Misterio de Dios es Cristo, en el cual están ocultos todos los tesoros de la
sabiduría y de la ciencia» (Col 2, 3) y —precisa—: «Os digo esto para que
nadie os seduzca con discursos capciosos» (v. 4).
6. Existe,
por tanto, una estrecha relación entre la revelación y la oración. La
constitución dogmática Dei Verbum nos enseña que, mediante su
revelación, Dios invisible, «movido de amor, habla a los hombres como amigos
(cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), trata con ellos (cf. Bar 3, 38) para
invitarlos y recibirlos en su compañía»[4].
Esta
revelación se ha realizado a través de palabras y de obras que remiten
siempre, recíprocamente, las unas a las otras; desde el principio y de
continuo todo converge hacia Cristo, plenitud de la revelación y de la
gracia, y hacia el don del Espíritu Santo que hace al hombre capaz de recibir
y contemplar las palabras y las obras de Dios, y de darle gracias y adorarle,
en la asamblea de los fieles y en la intimidad del propio corazón iluminado
por la gracia divina.
Por este
motivo la Santa Iglesia recomienda siempre la lectura de la Palabra de Dios
como fuente de la oración cristiana; al mismo tiempo, exhorta a descubrir el
sentido profundo de la Sagrada Escritura mediante la oración «para que se
realice el diálogo de Dios con el hombre, pues “a Dios hablamos cuando
oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras”»[5].
7. De
cuanto se ha recordado se siguen inmediatamente algunas consecuencias. Si la
oración del cristiano debe inserirse en el movimiento trinitario de Dios,
también su contenido esencial deberá necesariamente estar determinado por la
doble dirección de ese movimiento: en el Espíritu Santo, el Hijo viene al
mundo para reconciliarlo con el Padre, a través de sus obras y de sus
sufrimientos; por otro lado, en el mismo movimiento y en el mismo Espíritu,
el Hijo encarnado vuelve al Padre, cumpliendo su voluntad mediante la Pasión
y la Resurrección. El «Padrenuestro», la oración de Jesús, indica claramente
la unidad de este movimiento: la voluntad del Padre debe realizarse en la
tierra como en el cielo (las peticiones de pan, de perdón, de protección,
explicitan las dimensiones fundamentales de la voluntad de Dios hacia
nosotros) para que una nueva tierra viva y crezca en la Jerusalén celestial.
La oración
del Señor Jesús[6] ha sido entregada a la Iglesia
(«así debéis rezar vosotros», Mt 6, 9); por esto, la oración cristiana,
incluso hecha en soledad, tiene lugar siempre dentro de aquella «comunión de
los santos» en la cual y con la cual se reza, tanto en forma pública y
litúrgica como en forma privada. Por tanto, debe realizarse siempre en el
espíritu auténtico de la Iglesia en oración y, como consecuencia, bajo su
guía, que puede concretarse a veces en una dirección espiritual
experimentada. El cristiano, también cuando está solo y ora en secreto, tiene
la convicción de rezar siempre en unión con Cristo, en el Espíritu Santo,
junto con todos los santos para el bien de la Iglesia[7].
8. Ya en
los primeros siglos se insinuaron en la Iglesia modos erróneos de hacer
oración, de los cuales se encuentran trazas en algunos textos del Nuevo
Testamento (cf. 1 Jn 4, 3; 1 Tim 1, 3-7 y 4, 3-4). Poco después, aparecen dos
desviaciones fundamentales de las que se ocuparon los Padres de la Iglesia:
la pseudognosis y el mesalianismo. De esa primitiva experiencia cristiana y
de la actitud de los Padres se puede aprender mucho para afrontar los
problemas presentes.
Contra la
desviación de la pseudognosis[8], los Padres afirman que la materia
ha sido creada por Dios y, como tal, no es mala. Además sostienen que la
gracia, cuyo principio es siempre el Espíritu Santo, no es un bien natural
del alma, sino que debe implorarse a Dios como don. Por esto, la iluminación
o conocimiento superior del Espíritu —«gnosis»—no hace superflua la fe
cristiana. Por último, para los Padres, el signo auténtico de un conocimiento
superior, fruto de la oración, es siempre la caridad cristiana.
9. Si la
perfección de la oración cristiana no puede valorarse por la sublimidad del
conocimiento gnóstico, tampoco puede serlo en relación con la experiencia de
lo divino, como propone el mesalianismo[9]. Los falsos carismáticos del siglo
IV identificaban la gracia del Espíritu Santo con la experiencia psicológica
de su presencia en el alma. Contra éstos, los Padres insistieron en que la
unión del alma orante con Dios tiene lugar en el misterio; en particular, por
medio de los sacramentos de la Iglesia, y además esta unión puede realizarse
también a través de experiencias de aflicción e incluso de desolación;
contrariamente a la opinión de los mesalianos, éstas no son necesariamente un
signo de que el Espíritu ha abandonado el alma, sino que, como siempre han
reconocido los maestros espirituales, pueden ser una participación auténtica
del estado de abandono de nuestro Señor en la cruz, el cual permanece siempre
como Modelo y Mediador de la oración[10].
10. Ambas
formas de error continúan siendo una tentación para el hombre pecador, al que
instigan para que trate de suprimir la distancia que separa la criatura del
Creador, como algo que no debería existir; para que considere el camino de
Cristo sobre la tierra, por el que Él nos quiere conducir al Padre, como una
realidad superada; para que degrade o equipare al nivel de la psicología natural,
como «conocimiento superior» o «experiencia», lo que se da como pura gracia.
Estas
formas erróneas, que resurgen esporádicamente a lo largo de la historia al
margen de la oración de la Iglesia, parecen hoy impresionar nuevamente a
muchos cristianos, al presentarse como un remedio psicológico y espiritual, y
como rápido procedimiento para encontrar a Dios[11].
11. Pero
estas formas erróneas, donde quiera que surjan, pueden ser descubiertas de
modo muy sencillo. La meditación cristiana busca captar, en las obras
salvíficas de Dios, en Cristo, Verbo encarnado, y en el don de su Espíritu,
la profundidad divina, que se revela en el mismo Cristo siempre a través de
la dimensión humana y terrena. Por el contrario, en aquellos métodos de
meditación, incluso cuando se parte de palabras y hechos de Jesús, se busca
prescindir lo más posible de lo que es terreno, sensible y conceptualmente
limitado, para subir o sumergirse en la esfera de lo divino, que, en cuanto
tal, no es ni terrestre, ni sensible, ni conceptualizable[12]. Esta tendencia, presente ya en la
tardía religiosidad griega (sobre todo en el «neoplatonismo»), se vuelve a
encontrar en la base de la inspiración religiosa de muchos pueblos, en cuanto
que reconocieron el carácter precario de sus representaciones de lo divino y
de sus tentativas de acercarse a él.
12. Con la
actual difusión de los métodos orientales de meditación en el mundo cristiano
y en las comunidades eclesiales, nos encontramos ante un poderoso intento, no
exento de riesgos y errores, de mezclar la meditación cristiana con la no
cristiana. Las propuestas en este sentido son numerosas y más o menos
radicales: algunas utilizan métodos orientales con el único fin de conseguir
la preparación psicofísica para una contemplación realmente cristiana; otras
van más allá y buscan originar, con diversas técnicas, experiencias
espirituales análogas a las que se mencionan en los escritos de ciertos
místicos católicos[13]; otras incluso no temen colocar
aquel absoluto sin imágenes y conceptos, propio de la teoría budista[14], en el mismo plano de la majestad
de Dios, revelada en Cristo, que se eleva por encima de la realidad finita;
para tal fin, se sirven de una «teología negativa» que trascienda cualquier
afirmación que tenga algún contenido sobre Dios, negando que las criaturas
del mundo puedan mostrar algún vestigio, ni siquiera mínimo, que remita a la
infinitud de Dios. Por esto, proponen abandonar no sólo la meditación de las
obras salvíficas que el Dios de la Antigua y Nueva Alianza ha realizado en la
historia, sino también la misma idea de Dios, Uno y Trino, que es Amor, en
favor de una inmersión «en el abismo indeterminado de la divinidad»[15].
Estas
propuestas u otras análogas de armonización entre meditación cristiana y
técnicas orientales deberán ser continuamente examinadas con un cuidadoso
discernimiento de contenidos y de métodos, para evitar la caída en un
pernicioso sincretismo.
13. Para
encontrar el justo «camino» de la oración, el cristiano debe considerar lo
que se ha dicho precedentemente a propósito de los rasgos relevantes del
camino de Cristo, cuyo «alimento es hacer la voluntad del que (le) ha enviado
y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34). El Señor Jesús no tiene una unión más interior
y más estrecha con el Padre que ésta, por la cual permanece continuamente en
una profunda oración; pues la voluntad del Padre lo envía a los hombres, a
los pecadores; más aún, a los que le matarán; y no se puede unir más
íntimamente al Padre que obedeciendo a esa voluntad. Sin embargo, eso de
ninguna manera impide que, en el camino terreno, se retire también a la
soledad para orar, para unirse al Padre y recibir de Él nuevo vigor para su
misión en el mundo. Sobre el Tabor, donde su unión con el Padre aparece de
manera manifiesta, se predice su Pasión (cf. Lc 9, 31) y allí ni siquiera se
considera el deseo de permanecer en «tres tiendas» sobre el monte de la
Transfiguración. Toda oración contemplativa cristiana remite constantemente
al amor del prójimo, a la acción y a la pasión, y, precisamente de esa
manera, acerca más a Dios.
14. Para
aproximarse a ese misterio de la unión con Dios, que los Padres griegos
llamaban divinización del hombre, y para comprender con precisión las
modalidades en que se realiza, es preciso ante todo tener presente que el
hombre es esencialmente criatura[16] y como tal permanecerá para
siempre, de manera que nunca será posible una absorción del yo humano en el
Yo divino, ni siquiera en los más altos estados de gracia. Pero se debe
reconocer que la persona humana es creada «a imagen y semejanza» de Dios, y
el arquetipo de esta imagen es el Hijo de Dios, en el cual y para el cual
hemos sido creados (cf. Col 1, 16). Ahora bien, este arquetipo nos descubre
el más grande y bello misterio cristiano: el Hijo es desde la eternidad
«otro» respecto al Padre, y, sin embargo, en el Espíritu Santo, es «de la
misma sustancia»: por consiguiente, el hecho de que haya una alteridad no es
un mal, sino más bien el máximo de los bienes. Hay alteridad en Dios mismo,
que es una sola naturaleza en tres Personas y hay alteridad entre Dios y la
criatura, que son por naturaleza diferentes. Finalmente, en la sagrada
eucaristía, como también en los otros sacramentos —y análogamente en sus
obras y palabras—, Cristo se nos da a sí mismo y nos hace partícipes de su
naturaleza divina[17], sin que destruya nuestra
naturaleza creada, de la que él mismo participa con su encarnación.
15. Si se
consideran en conjunto estas verdades, se descubre, con gran sorpresa, que en
la realidad cristiana se cumplen, por encima de cualquier medida, todas las
aspiraciones presentes en la oración de las otras religiones, sin que, como
consecuencia, el yo personal y su condición de criatura se anulen y
desaparezcan en el mar del Absoluto. «Dios es Amor» (1 Jn 4, 8): esta
afirmación profundamente cristiana puede conciliar la unión perfecta con la
alteridad entre amante y amado, el eterno intercambio con el eterno diálogo.
Dios mismo es este eterno intercambio, y nosotros podemos verdaderamente
convertirnos en partícipes de Cristo, como «hijos adoptivos», y gritar con el
Hijo en el Espíritu Santo: «Abba, Padre». En este sentido, los Padres tienen
toda la razón al hablar de divinización del hombre que, incorporado a Cristo
Hijo de Dios por naturaleza, se hace, por su gracia, partícipe de la
naturaleza divina, «hijo en el Hijo». El cristiano, al recibir al Espíritu
Santo, glorifica al Padre y participa realmente en la vida trinitaria de
Dios.
16. La
mayor parte de las grandes religiones que han buscado la unión con Dios en la
oración han indicado también caminos para conseguirla. Como «la Iglesia
católica nada rechaza de lo que, en estas religiones, hay de verdadero y
santo»[18], no se deberían despreciar sin
previa consideración estas indicaciones, por el mero hecho de no ser
cristianas. Se podrá, al contrario, tomar de ellas lo que tienen de útil, a
condición de mantener la concepción cristiana de la oración, su lógica y sus
exigencias, porque sólo dentro de esta totalidad esos fragmentos podrán ser
reformados y asumidos. Entre éstos, se puede enumerar en primer lugar la
humilde aceptación de un maestro experimentado en la vida de oración que
conozca sus normas, según la conocida y constante experiencia de los
cristianos desde los tiempos antiguos, ya en la época de los Padres del
desierto. Este maestro, experto en el «sentire cum ecclesia», debe no sólo
dirigir y llamar la atención sobre ciertos peligros, sino también, como
«padre espiritual», introducir con espíritu encendido, de corazón a corazón,
por así decir, en la vida de oración, que es don del Espíritu Santo.
17. El
final de la Antigüedad no cristiana distinguía tres estados en la vida de
perfección: el primero, de la purificación; el secundo, de la iluminación, y
el tercero, de la unión. Esta doctrina ha servido de modelo para muchas
escuelas de espiritualidad cristiana. Este esquema, en sí mismo válido,
necesita sin embargo algunas precisiones que permitan su correcta
interpretación cristiana, evitando peligrosas confusiones y malentendidos.
18. La
búsqueda de Dios mediante la oración debe ser precedida y acompañada de la
ascesis y de la purificación de los propios pecados y errores, porque, según
la palabra de Jesús, solamente «los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,
8). El Evangelio señala sobre todo una purificación moral de la falta de
verdad y de amor y, sobre un plano más profundo, de todos los instintos
egoístas que impiden al hombre reconocer y aceptar la voluntad de Dios en
toda su integridad. En contra de lo que pensaban los estoicos y
neoplatónicos, las pasiones no son, en sí mismas, negativas, sino que es
negativa su tendencia egoísta y, por tanto, el cristiano debe liberarse de
ella para llegar a aquel estado de libertad positiva que la Antigüedad
cristiana llama «apatheia», el Medioevo «impassibilitas» y los Ejercicios
Espirituales ignacianos «indiferencia»[19]. Esto es imposible sin una radical
abnegación, como se ve también en San Pablo, que usa abiertamente la palabra
«mortificación» (de las tendencias pecaminosas) [20]. Sólo esta abnegación hace al
hombre libre para realizar la voluntad de Dios y participar en la libertad
del Espíritu Santo.
19. Por
consiguiente, la doctrina de aquellos maestros que recomiendan «vaciar» el
espíritu de toda representación sensible y de todo concepto, deberá ser
correctamente interpretada, manteniendo sin embargo una actitud de amorosa
atención a Dios, de tal forma que permanezca, en la persona que hace oración,
un vacío susceptible de llenarse con la riqueza divina. El vacío que Dios
exige es el rechazo del propio egoísmo, no necesariamente la renuncia a las
cosas creadas que nos ha dado y entre las cuales nos ha colocado. No hay duda
de que en la oración hay que concentrarse enteramente en Dios y excluir lo
más posible aquellas cosas de este mundo que nos encadenan a nuestro egoísmo.
En este punto, San Agustín es un maestro insigne. Si quieres encontrar a
Dios, dice, desprecia el mundo exterior y entra en ti mismo; sin embargo,
prosigue, no te quedes allí, sino sube por encima de ti mismo, porque tú no
eres Dios: Él es más profundo y grande que tú. «Busco en mi alma su sustancia
y no la encuentro; sin embargo, he meditado en la búsqueda de Dios y,
empujado hacia Él a través de las cosas creadas, he intentado conocer sus
“perfecciones invisibles” (Rm 1, 20)»[21]. «Quedarse en sí mismo»: he aquí
el verdadero peligro. El gran Doctor de la Iglesia recomienda concentrarse en
sí mismo, pero también trascender el yo que no es Dios, sino sólo una
criatura. Dios es «interior intimo meo, et superior summo meo»[22]. Efectivamente, Dios está en
nosotros y con nosotros, pero nos trasciende en su misterio[23].
20. Desde
el punto de vista dogmático, es imposible llegar al amor perfecto de Dios si
se prescinde de su autodonación en el Hijo encarnado, crucificado y
resucitado. En Él, bajo la acción del Espíritu Santo, participamos, por pura
gracia, de la vida intradivina. Cuando Jesús dice: «El que me ha visto a mí
ha visto al Padre» (Jn 14, 9), no se refiere simplemente a la visión y al conocimiento
exterior de su figura humana («la carne no sirve para nada», Jn 6, 63). Lo
que entiende con ello es más bien un «ver» hecho posible por la gracia de la
fe: ver a través de su manifestación sensible lo que el Señor Jesús, como
Verbo del Padre, quiere verdaderamente mostrarnos de Dios («El Espíritu es el
que da la vida […]; las palabras que os he dicho son espíritu y vida»,
ibid.). En este «ver» no se trata de una abstracción puramente humana
(«abs-tractio») de la figura en la que Dios se ha revelado, sino de captar la
realidad divina en la figura humana de Jesús, de captar su dimensión divina y
eterna en su temporalidad. Como dice San Ignacio en los Ejercicios
Espirituales, deberíamos intentar captar «la infinita suavidad y dulzura
de la divinidad» (n. 124), partiendo de la finita verdad revelada en la que
habíamos comenzado. Mientras nos eleva, Dios libremente puede «vaciarnos» de
todo lo que nos ata en este mundo, de atraernos completamente a la vida
trinitaria de su caridad eterna. Sin embargo, este don puede ser concedido
sólo «en Cristo a través del Espíritu Santo» y no por nuestras propias
fuerzas, prescindiendo de su revelación.
21. En el
camino de la vida cristiana, después de la purificación sigue la iluminación
mediante la caridad que el Padre nos da en el Hijo y la unción que de Él
recibimos en el Espíritu Santo (cf. 1 Jn 2, 20). Desde la antigüedad
cristiana se hace referencia a la «iluminación» recibida en el bautismo. Ésta
introduce a los fieles, iniciados en los divinos misterios, en el
conocimiento de Cristo, mediante la fe que opera por medio de la caridad. Es
más, algunos escritores eclesiásticos hablan explícitamente de la iluminación
recibida en el bautismo como fundamento de aquel sublime conocimiento de
Cristo Jesús (cf. Flp 3, 8) que viene definido como «theoria» o contemplación[24].
Los
fieles, por la gracia del bautismo, están llamados a progresar en el
conocimiento y en el testimonio de las misterios de la fe, «por la
comprensión interior de las realidades espirituales que experimentan»[25]. Ninguna luz divina hace que las
verdades de la fe queden superadas. Por el contrario, las eventuales gracias
de iluminación que Dios pueda conceder ayudan a aclarar la dimensión más
profunda de los misterios confesados y celebrados por la Iglesia, en espera
de que el cristiano pueda contemplar a Dios en la gloria tal y como es (cf. 1
Jn 3, 2).
22.
Finalmente, el cristiano que hace oración puede llegar, si Dios lo quiere, a
una experiencia particular de unión. Los sacramentos, sobre todo el bautismo
y la eucaristía[26], son el comienzo real de la unión
del cristiano con Dios. Sobre este fundamento, por una especial gracia del
Espíritu, quien ora puede ser llamado a aquel particular tipo de unión con
Dios que, en el ámbito cristiano, viene calificado como mística.
23.Ciertamente,
el cristiano tiene necesidad de determinados tiempos para retirarse en la
soledad, para meditar y para encontrar su camino en Dios; pero, dado su
carácter de criatura, y de criatura consciente de no estar seguro sino por la
gracia, su modo de acercarse a Dios no se fundamenta en una técnica, en el
sentido estricto de la palabra, porque esto iría en contra de la infancia
espiritual que predica el Evangelio. La auténtica mística cristiana nada
tiene que ver con la técnica: es siempre un don de Dios, del cual se siente
indigno quien lo recibe[27].
24.Hay
determinadas gracias místicas, por ejemplo, las conferidas a los fundadores
de instituciones eclesiales en favor de toda su fundación, así como a otros
santos, que caracterizan su peculiar experiencia de oración y no pueden, como
tales, ser objeto de imitación y aspiración para otros fieles, aunque
pertenezcan a la misma institución y estén deseosos de una oración siempre
más perfecta[28]. Pueden existir diversos niveles y
modalidades de participación en la experiencia de oración de un fundador, sin
que a todos deba ser conferida con idénticas características. Por otra parte,
la experiencia de oración, que ocupa un puesto privilegiado en todas las
instituciones auténticamente eclesiales antiguas y modernas, constituyen
siempre, en último término, algo personal, ya que Dios da sus gracia a la
persona en orden a la oración.
25. A
propósito de la mística, se debe distinguir entre los dones del Espíritu
Santo y los carismas concedidos en modo totalmente libre por Dios. Los
primeros son algo que todo cristiano puede reavivar en sí mismo a través de
una vida solícita de fe, de esperanza y de caridad y, de esa manera, llegar a
una cierta experiencia de Dios y de los contenidos de la fe, por medio de una
seria ascesis; en cuanto a los carismas, san Pablo dice que existen sobre
todo en favor de la Iglesia, de los otros miembros del Cuerpo místico de
Cristo (cf. 1 Cor 12, 7). Al respecto hay que recordar, por una parte, que los
carismas no se pueden identificar con los dones extraordinarios «místicos»
(cf. Rm 12, 3-21); por otra, que la distinción entre «dones del Espíritu
Santo» y «carismas» no es tan estricta. Un carisma fecundo para la Iglesia no
puede ejercitarse, en el ámbito neotestamentario, sin un determinado grado de
perfección personal; por otra parte, todo cristiano «vivo» posee una tarea
peculiar (y en este sentido un «carisma») «para la edificación del Cuerpo de
Cristo» (cf. Ef 4, 15-16)[29], en comunión con la jerarquía
católica, a la cual «compete ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo
todo y retener lo que es bueno» (LG 12).
26. La
experiencia humana demuestra que la posición y la actitud del cuerpo no dejan
de tener influencia sobre el recogimiento y la disposición del espíritu, por
lo cual algunos escritores espirituales del Oriente y del Occidente cristiano
le han prestado atención.
Sus
reflexiones, aun presentando puntos en común con los métodos orientales no
cristianos de meditación, evitan aquellas exageraciones o visiones
unilaterales que, en cambio, con frecuencia se proponen hoy día a personas
insuficientemente preparadas.
Los
autores espirituales han adoptado aquellos elementos que facilitan el
recogimiento en la oración, reconociendo al mismo tiempo su valor relativo:
son útiles si se conforman y se orientan a la finalidad de la oración
cristiana[30]. Por ejemplo, el ayuno cristiano
posee ante todo el significado de un ejercicio de penitencia y de
abstinencia, pero, ya para los Padres, estaba también orientado a hacer más
disponible al hombre para el encuentro con Dios y al cristiano más capaz de
dominio de sí mismo y, simultáneamente, más atento a los hermanos
necesitados.
En la
oración, el hombre entero debe entrar en relación con Dios y, por
consiguiente, también su cuerpo debe adoptar la postura más propicia al
recogimiento[31]. Tal posición puede expresar
simbólicamente la misma oración, variando según las culturas y la
sensibilidad personal. En algunos lugares, los cristianos están adquiriendo hoy
una mayor conciencia de cómo puede favorecer la oración una determinada
actitud del cuerpo.
27. La
meditación cristiana de Oriente[32] ha valorizado el simbolismo
psicofísico, que a menudo falta en la oración de Occidente. Este simbolismo
puede ir desde una determinada actitud corpórea hasta las funciones vitales
fundamentales, como la respiración o el latido cardíaco. El ejercicio de la
«oración del Señor Jesús» por ejemplo, que se adapta al ritmo respiratorio
natural, puede, al menos por un cierto tiempo, servir de ayuda real para
muchos[33]. Por otra parte, los mismos
maestros orientales han constatado también que no todos son igualmente
idóneos para hacer uso de este simbolismo, porque no todas las personas están
en condiciones de pasar del signo material a la realidad espiritual que se
busca. El simbolismo, comprendido en modo inadecuado e incorrecto, puede
incluso convertirse en un ídolo y, como consecuencia, en un impedimento para
la elevación del espíritu a Dios. Vivir en el ámbito de la oración toda la
realidad del propio cuerpo como símbolo es todavía más difícil: puede
degenerar en un culto al mismo y hacer que se identifiquen subrepticiamente
todas sus sensaciones con experiencias espirituales.
28.
Algunos ejercicios físicos producen automáticamente sensaciones de quietud o
de distensión, sentimientos gratificantes y, quizá, hasta fenómenos de luz y
calor similares a un bienestar espiritual. Confundirlos con auténticas
consolaciones del Espíritu Santo sería un modo totalmente erróneo de concebir
el camino espiritual; atribuirles significados simbólicos típicos de la
experiencia mística, cuando la actitud moral del interesado no se corresponde
con ella, representaría una especie de esquizofrenia mental que puede
conducir incluso a disturbios psíquicos y, en ocasiones, a aberraciones
morales.
Esto no
impide que auténticas prácticas de meditación provenientes del Oriente
cristiano y de las grandes religiones no cristianas, que ejercen un atractivo
sobre el hombre de hoy, alienado y turbado, puedan constituir un medio
adecuado para ayudar a la persona que hace oración a estar interiormente
distendida delante de Dios, aunque le urjan las solicitaciones exteriores.
Sin
embargo, es preciso recordar que la unión habitual con Dios, o esa actitud de
vigilancia interior y de invocación de la ayuda divina que en el Nuevo
Testamento viene llamada la «oración continua»[34], no se interrumpe necesariamente
ni siquiera cuando hay que dedicarse, según la voluntad de Dios, al trabajo y
al cuidado del prójimo, según exhorta el Apóstol: «Ya comáis, ya bebáis o hagáis
cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Cor 10, 31).
Efectivamente, la oración auténtica, como sostienen los grandes maestros
espirituales, suscita en los que la practican una ardiente caridad que los
empuja a colaborar en la misión de la Iglesia y al servicio de sus hermanos
para mayor gloria de Dios[35].
VII. «Yo soy el camino»
29. Todo
fiel debe buscar y puede encontrar el propio camino, el propio modo de hacer
oración, en la variedad y riqueza de la oración cristiana enseñada por la
Iglesia; pero todos estos caminos personales confluyen, al final, en aquel
camino al Padre, que Jesucristo ha proclamado que es Él mismo. En la búsqueda
del propio camino, cada uno se dejará, pues, conducir no tanto por sus gustos
personales cuanto por el Espíritu Santo, que le guía, a través de Cristo, al
Padre.
30. En
todo caso, para quien se empeña seriamente vendrán tiempos en los que le
parecerá vagar en un desierto sin «sentir» nada de Dios a pesar de todos sus
esfuerzos. Debe saber que estas pruebas no se le ahorran a ninguno que tome
en serio la oración. Pero no debe identificar inmediatamente esta
experiencia, común a todos los cristianos que rezan, con la «noche oscura»
mística. De todas maneras, en aquellos períodos debe esforzarse firmemente
por mantener la oración, que, aunque podrá darle la impresión de una cierta
«artificiosidad», se trata en realidad de algo completamente diverso: es
precisamente entonces cuando la oración constituye una expresión de su
fidelidad a Dios, en presencia del cual quiere permanecer incluso a pesar de
no ser recompensado por ninguna consolación subjetiva.
En esos
momentos aparentemente negativos se muestra lo que busca realmente quien hace
oración: si busca a Dios, que, en su infinita libertad, siempre lo supera, o
si se busca sólo a sí mismo, sin lograr ir más allá de las propias
«experiencias», ya le parezcan experiencias positivas de unión con Dios, ya
le parezcan negativas de «vacío» místico.
31. La
caridad de Dios, único objeto de la contemplación cristiana, es una realidad
de la cual uno no se puede «apropiar» con ningún método o técnica: es más,
debemos tener siempre la mirada fija en Jesucristo, en quien la caridad
divina ha llegado por nosotros a tal punto sobre la cruz, que también Él ha
asumido para sí la condición de abandonado por el Padre (cf. Mc 15, 34).
Debemos, pues, dejar decidir a Dios la manera con que quiere hacernos
partícipes de su amor. Pero no debemos intentar jamás, en modo alguno,
ponernos al mismo nivel del objeto contemplado, el amor libre de Dios, ni
siquiera cuando, por la misericordia de Dios Padre, mediante el Espíritu
Santo enviado a nuestros corazones, se nos da gratuitamente en Cristo un
reflejo sensible de este amor divino y nos sentimos como atraídos por la
verdad, la bondad y la belleza del Señor.
Cuanto más
se le concede a una criatura acercarse a Dios, tanto más crece en ella la
reverencia delante del Dios tres veces Santo. Se comprende entonces la
palabra de san Agustín: «Tú puedes llamarme amigo, yo me reconozco siervo»[36], o bien la palabra, para nosotros
aún más familiar, pronunciada por aquella a quien Dios ha gratificado con la
mayor y más alta familiaridad: «Ha puesto los ojos en la pequeñez de su
esclava» (Lc 1, 48).
El Sumo
Pontífice Juan Pablo II, durante una audiencia concedida al infrascrito
Cardenal Prefecto, ha aprobado esta carta, decidida en reunión plenaria de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, y ha ordenado su publicación.
Roma, en
la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el día 15 de octubre de
1989, fiesta de Santa Teresa de Jesús.
Joseph Cardenal Ratzinger
Prefecto
+ Alberto Bovone
Arzobispo titular de Cesarea de Numidia Secretario
Notas
* AAS 82
(1990) 362-379.
[1] Con
la expresión "métodos orientales" se entienden métodos inspirados
en el hinduismo y el budismo, como el "zen", la "meditación
trascendental" o el "yoga". Se trata, pues, de métodos de
meditación del Extremo Oriente no cristiano que, no pocas veces hoy en día,
son utilizados también por algunos cristianos en su meditación. Las
orientaciones de principio y de método contenidas en el presente documento
desean ser un punto de referencia no sólo para este problema, sino también,
más en general, para las diversas formas de oración practicadas en las
realidades eclesiales, particularmente en las asociaciones, movimientos y
grupos.
[2] Sobre
el uso del libro de los Salmos en la oración de la Iglesia, cf. Institutio
generalis de Liturgia Horarum, nn. 100-109.
[4]. Const. dogm. Dei Verbum, n. 2. Este
documento ofrece otras indicaciones importantes para una comprensión
teológica y espiritual de la oración cristiana; véanse, por ejemplo, los nn.
3, 5, 8 y 21.
[8] La
pseudognosis consideraba la materia como algo impuro, degradado, que envolvía
el alma en una ignorancia de la que debía librarse por la oración; de esa
manera, el alma se elevaba al verdadero conocimiento superior y, por tanto, a
la pureza. Ciertamente, no todos podían conseguirlo, sino sólo los hombres
verdaderamente espirituales; para los simples creyentes bastaban la fe y la
observancia de los mandamientos de Cristo.
[9] Los
mesalianos fueron ya denunciados por S. Efrén Sirio (Hymno contra Haereses 22,
4, ed. E. Beck, CSCO 169, 1957, p. 79) y después, entre otros, por Epifanio
de Salamina (Panarion, también llamado Adversus Haereses:
PG 41, 156-1200; PG 42, 9-832) y Anfiloquio, obispo de Iconio (Contra
haereticos: G. Ficker, Amphilochiana 1, Leipzig 1906, p.
21-77).
[11] En
la Edad Media existían corrientes extremistas al margen de la Iglesia,
descritas, no sin ironía, por uno de los grandes contemplativos cristianos,
el flamenco Jan Van Ruysbroek. Distingue éste en la vida mística tres tipos
de desviación (Die gheestelike Brulocht 228, 12-230, 17; 230,
18-232, 22; 232, 23-236, 6) y hace también una crítica general referida a
estas formas (236, 7-237, 29). Más tarde, técnicas semejantes han sido
descritas y rechazadas por santa Teresa de Jesús. Observa ésta agudamente que
"el mismo cuidado que se pone en no pensar en nada despertará la
inteligencia a pensar mucho" y que dejar de lado el misterio de Cristo
en la meditación cristiana es siempre una especie de "traición"
(cf. Santa Teresa de Jesús, Vida 12, 5 y 22, 1-5).
[12] Mostrando
a toda la Iglesia el ejemplo y la doctrina de santa Teresa de Jesús, que en
su tiempo debió rechazar la tentación de ciertos métodos que invitaban a
prescindir de la Humanidad de Cristo en favor de un vago sumergirse en el
abismo de la divinidad, el papa Juan Pablo II decía en una homilía el 1 de
noviembre de 1982 que
el grito de Teresa de Jesús en favor de una oración enteramente centrada en
Cristo "vale también en nuestros días contra algunas técnicas de oración
que no se inspiran en el Evangelio y que prácticamente tienden a prescindir
de Cristo, en favor de un vacío mental que dentro del cristianismo no tiene
sentido. Toda técnica de oración es válida en cuanto se inspira en Cristo y
conduce a Cristo, el Camino, la Verdad y la Vida" (cf. Jn 14, 6).
Véase: Homelia Abulae habita in honorem Sanctae Teresiae, AAS 75
(1983), 256-257.
[13] Véase,
por ejemplo, "La nube del no saber", obra espiritual de un escritor
anónimo inglés del siglo XIV.
[14] El
concepto "nirvana" se entiende, en los textos religiosos del
budismo, como un estado de quietud que consiste en la anulación de toda
realidad concreta por ser transitoria y, precisamente por eso, decepcionante
y dolorosa.
[15] El
Maestro Eckhart habla de una inmersión "en el abismo indeterminado de la
divinidad" que es una "tiniebla en la cual la luz de la Trinidad
nunca ha resplandecido". Cf. Sermo "Ave gratia plena",
al final (J. Quint, Deutsche Predigten und Traktate, Hanser 1955,
p. 261).
[16] Cf.
Const. past. Gaudium et spes n. 19, 1 : "La
razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la
unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo
con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por
el amor de Dios que lo conserva. Y sólo puede decir que vive en la plenitud
de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su
Creador".
[17] Como
escribe santo Tomás a propósito de la eucaristía: "…proprius effectus
huius sacramenti est conversio hominis in Christum, ut dicat cum Apostolo:
Vivo ego, iam non ego; vivit vero in me Christus (Gal 2, 20)" (In IV
Sent., d. 12, q. 2, a. 1).
[23] El
sentido cristiano positivo del "vaciamiento" de las criaturas
resplandece de forma ejemplar en el Pobrecillo de Asís. San Francisco,
precisamente porque ha renunciado a ellas por amor del Señor, las contempla
llenas de su presencia y resplandecientes en su dignidad de criaturas de Dios
y entona la callada melodía de su ser en el Cántico de las criaturas (cf.
C. Esser, Opuscula sancti Patris Francisci Assiensis, Ed. Ad
Claras aquas Grottaferrata (Roma), 1978, p. 83-86. En el mismo sentido
escribe en la Carta a todos los fieles: "Toda criatura que
hay en el cielo y en la tierra, en el mar y los abismos (Ap 5, 13) rinda a
Dios alabanzas, gloria, honor y bendición, pues Él es nuestra virtud y
fortaleza; Él solo es bueno (Lc 18, 19), Él solo altísimo, omnipotente,
admirable, glorioso; solo Él santo, digno de ser alabado y bendecido por los
siglos de los siglos. Amén" (ibid. Opuscula, o.c., p. 124).
San
Buenaventura hace notar cómo Francisco percibía en cada criatura la huella de
Dios y derramaba su alma en el gran himno del reconocimiento y la alabanza
(cf. Legenda S. Francisci, cap. 9, n. 1, en Opera Omnia,
ed. Quaracchi 1898, Vol. VIII, p. 530).
[24] Véanse,
por ejemplo, San Justino, Apologia I, 61, 12-13: PG 6,
420-421; Clemente de Alejandría, Paedagogus I, 6, 25-31: PG
8, 281-284; San Basilio de Cesarea, Homiliae diversae 13, 1:
PG 31, 424-425; San Gregorio Nacianceno, Orationes 40, 3, 1:
PG 36, 361.
[26] La
eucaristía, definida por la constitución dogmática Lumen gentium "Fuente y cumbre de
toda la vida cristiana" (n. 11), nos hace participar realmente del
Cuerpo del Señor; en ella "somos elevados a la comunión con Él" (n.
7).
[28]Nadie que
haga oración aspirará, sin una gracia especial, a una visión global de la
revelación de Dios como San Gregorio Magno reconoce en san Benito, o al
impulso místico con el que san Francisco de Asís contemplaba a Dios en todas
sus criaturas, o a una visión también global, como la que tuvo san Ignacio en
el río Cardoner y de la cual afirma que, en el fondo, habría podido tomar
para él el puesto de la Sagrada Escritura. La "noche oscura"
descrita por san Juan de la Cruz es parte de su personal carisma de oración:
no es preciso que todos los miembros de su Orden la vivan de la misma forma,
como si fuera la única manera de alcanzar la perfección en la oración a que
están llamados por Dios.
[29] La
llamada del cristiano a experiencias "místicas" puede incluir tanto
lo que santo Tomás califica como experiencia viva de Dios a través de los
dones del Espíritu Santo, como las formas inimitables —a las que, por tanto,
no se debe aspirar— de donación de la gracia (cf. Santo Tomás de
Aquino, Summa Theologiae, Ia-IIae, q. 68, a. 1 c, como también a.
5 ad 1).
[30] Véanse,
por ejemplo, los escritores antiguos que hablan de la actitud del orante
asumida por los cristianos en oración: Tertuliano, De oratione,
XIV: PL 1, 1170; XVII: PL 1, 1174-1176; Orígenes, De oratione,
XXXI, 2: PG 11, 550-553. Y refiriéndose al significado de tal gesto:
Bernabé, Epistula XII, 2-4: PG 2, 760-761; San
Justino, Dialogus, 90, 4-5: PG 6, 689-692; San Hipólito
Romano, Commentarium in Dan., III, 24: GCS I, 168, 8-17;
Orígenes, Homiliae in Ex., XI, 4: PG 12, 377-378. Sobre la
posición del cuerpo, véase también Orígenes, De Oratione XXXI,
3: PG 11, 553-555.
[32] Como,
por ejemplo, la de los anacoretas hesicastas. La "hesyquia" o
quietud, externa e interna, es considerada por los anacoretas una condición
de la oración; en su forma oriental, está caracterizada por la soledad y las
técnicas de recogimiento.
[33] El
ejercicio de la "oración a Jesús", que consiste en repetir una
fórmula densa de referencias bíblicas de invocación y súplica (por ejemplo,
"Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí"), se adapta al
ritmo respiratorio natural. Sobre esto cf. San Ignacio de Loyola, Ejercicios
Espirituales, n. 258.
[34] Cf.
1 Tes 5, 17 y 2 Tes 3, 8-12. De éstos y otros textos surge la problemática:
¿cómo conciliar la obligación de la oración continua con la del trabajo?
Pueden verse, entre otros, San Agustín, Epistula 130, 20: PL
33, 501-502, y San Juan Casiano, De institutis coenobiorum III,
1-3: SCh 109, 92-93. Puede leerse también la Demostración sobre la
oración de Afrahate, el primer Padre de la iglesia siríaca, y en
particular los números 14-15, dedicados a las llamadas "obras de la
oración" (cf. la edición de L. Parisot, Afraatis Sapientis
Persae Demonstrationes, IV: Patrologia Syriaca 1,
170-174).
[36] San
Agustín, Ennarrationes in Psalmos CXLII, 6: PL 37, 1849.
Véase también San Agustín, Tractatus in Iohannem IV 9: PL
35, 1410: "Quando autem nec ad hoc dignum se dicit, vere plenus Spiritu
Sancto erat, qui sic servus Dominum agnovit, et ex servo amicus fieri
meruit".
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23 de mayo de 2018
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